Y entonces más de sesenta voces, cada una diferente y
divididas en cuatro, llenan la habitación.
Ninguna habla mi idioma, al menos hasta donde yo sé.
Ni yo el suyo.
Pero eso, a estas alturas, qué más da.
Él no es nadie especialmente carismático ni permanentemente
sonriente. No es alguien alucinante. Pero tiene algo que me fascina. Y no sé
bien qué es. Aunque tal vez sea simplemente el hecho de que es el responsable
de que vuelva a tener una partitura en la mano.
Notas que suben y bajan, gente concentrada mirando un papel,
ejercicios vocales que hacen que algunos rían y sonrían mirando al del piano.
El piano.
Acompañando cada palabra que sale de nuestras cuerdas
vocales con notas que no están en los papeles. Con ritmos que aparecen casi
sobre la marcha en esos dedos que hacen que algo se me mueva dentro y que no
pueda evitar mover el pie.
A veces parecen sonar muchas más notas que dedos tiene.
No dejo de oír unos bajos en la mano izquierda que
encajan mejor que perfectamente con esos agudos. Y parece que lleve toda la vida
escuchándolos.
Paramos, seguimos, callamos, cantamos.
Suena solo el piano.
Se detiene en acordes concretos.
Acordes que me suenan a un pasado muy cercano. Acordes de
armonías perfectas que llevarán su séptima, su dominante, su quinta y todos
esos elementos que hacen que me suenen tan increíbles aunque ya no los recuerde
bien.
Sus bajos y sus agudos, la perfección sonora. El ‘qué bien suena’.
Un acorde, simplemente.
De dos manos, de seis o siete notas.
De esos con los que convivía a diario y que de repente me
parecen magia.
Y de repente mis dedos en un teclado blanco y negro.
Aunque este con letras.
La ilusión en su cara, en sus ojos, en sus manos.
Su cabeza medio calva.
No hablamos el mismo idioma,
pero nos entendemos.
Porque lo veo mover la cabeza mientras mira el teclado, lo
veo mover las manos mientras explica, lo veo sonreír cuando terminamos de
cantar. Le veo el pie medio de lado en el pedal, lo escucho cantar como si
estuviera solo en casa y parece feliz durante hora y media viendo los
resultados de ejercicios o de partituras enteras. Y ya me he dado cuenta de su
perfeccionismo al vernos capaces.
Sólo quiero verlo
tocar.
Sólo tengo ganas de vivirlo al revés, desde la ventana en
vez de frente a ella.
Observar sus partituras, sus manos, sus pedales, su piano.
Aunque me pierda su expresión. Sólo un rato. Que me subtitulen por un rato para
poder fijarme en cada detalle y en cada palabra.
Pero sólo un rato, porque me está gustando tanto la
sensación de no entender y entendernos.
Son tantas voces y tan diferentes a lo que estoy
acostumbrada, que cada nota es grande.
Es un millón de cosas.
Y es él divirtiéndose tanto que me dan ganas de llegar yo
ahí.
Y lo mejor es que no entiendo nada. Que alucino sin
comprender una palabra.
Sólo esos bajos, esos acordes tan potentes. Esas tantas
voces a veces al unísono y a veces a cuatro inundándolo todo, o a veces comentando la jugada con
el de al lado, tan felices aunque no sepa qué se dicen. Esas cuatro melodías
totalmente encajadas formando armonías a veces increíblemente perfectas.
Y él, que por lo que dice y no distingo, sabe muchísimo. Y
sabe cómo divertirse y divertirnos.
Comunicación sin idiomas.
Y de la que remueve cosas por dentro.
Magia.
Música.
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