La
mujer de la ventana formó parte de nuestra historia de principio a fin.
Todos
los días.
La
mujer de la ventana vivía sola en una casa pequeña al norte de Alemania, en un
barrio de clase media-alta. Su cocina estaba a unos metros por debajo del nivel
de la calle y en ella pasaba la mayor parte del tiempo, con una luz tenue
amarillenta, que venía a veces del flexo que tenía sobre la mesa, y a veces de
la lámpara que colgaba del techo. De su ventana salía casi la única iluminación
que había en una calle con muy pocas farolas, en una ciudad donde antes de las
cinco se hacía de noche.
Un
diván se veía a la derecha, donde se recostaba a leer las noches de frío, que
eran prácticamente todas. En la pequeña mesa dibujaba, comía y trabajaba.
En
la misma habitación cocinaba y ponía lavadoras.
Quisimos
hacerle alguna foto para mantener vivo el recuerdo pero nunca nos atrevimos.
Simplemente nos dedicábamos a comentar qué estaba haciendo aquella noche la
mujer de la ventana cuando llegábamos a casa.
Recuerdo sólo un día en el que la vi acompañada. Sólo fui capaz de contemplar la escena
durante los dos segundos que tardaba en pasar por su casa cada noche a menos
cinco grados. Pero nos imaginábamos las historias, y todas podían ser ciertas.
Una amiga de la infancia había venido a visitarla, cenaron juntas y hablaron
durante toda la noche. Por fin habían decidido dejar de esconderse y su pareja
cenaba con ella ese día. Una familiar lejana pasaba por la ciudad y necesitaba un
techo. Todas podían ser ciertas y probablemente ninguna lo era.
La
mujer de la ventana trabajaba por las mañanas, porque no estaba en casa, y su
cocina estaba a oscuras, pero siempre con la persiana subida. Entraba muy
temprano, porque un día, antes de las siete, vi luces.
Nos
sentimos el mirón del que tanto se habla en algunas clases de cine, el espía
que no puede vivir sin saber qué hacía cada día la mujer de la ventana.
Como
si quisiera decirnos algo, ahí estaba, día tras día, o más bien, noche tras
noche, incansable. Leyendo, dibujando, cocinando, protagonizando su propia película en un
decorado de muy pocos metros cuadrados, con pocos focos, sin guión y con una
sola cámara, siendo nuestra única constante durante aquellos once meses que
dieron para tanto.
Perenne,
noche tras noche, permanente en su cocina y ajena a todo lo que ocurriese fuera.
Vigilándonos tanto como nosotros a ella.
La
mujer de la ventana nos tranquilizaba cuando la veíamos allí cada noche y
sabíamos que aunque el mundo se derrumbase, ella resistiría imbatible en su
pequeña cocina. Con un libro, o un lápiz entre las manos. Fuerte y convencida de
lo que hacía.
La
mujer de la ventana sigue allí, meses después, estoy segura. Y seguirá mucho
tiempo más. Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si siguiéramos pasando por
delante de su ventana todas las noches y, sin detenernos, echáramos un vistazo rápido
para ver qué hacía ese día. Sólo unos segundos antes de que ella levantara la
cabeza de su libro para mirar sonriendo el rastro de nuestras sombras.
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