sábado, 21 de diciembre de 2013

Felicidad navideña contra indignación y cabreo

Salgo del cine.
Me acabo de gastar nueve eurazos en una película española con la que me he reído y me he emocionado. Pero no sé si porque me ha pillao un poco así, o si realmente era medio decente. Pero me lo he pasado bien.
Salgo por detrás de los cines de Montera y doy un rodeo raro para llegar hasta Preciados buscando a un grupo de músicos que llevo meses buscando y no encuentro. No hace mucho frío, vengo contenta y pensativa de la película, es sábado, son las diez de la noche, Madrid está lleno de gente, es casi navidad y por primera vez en mucho tiempo no tengo nada que hacer. Así que en vez de seguir dirección metro Sol, me meto por una calle que no sé bien a dónde lleva, pero intuyo que a la zona de Ópera, y de repente aparezco en Cortylandia y me paro un poco a observar. La gente está contenta, han venido a Cortylandia para hacerse la foto. Se escucha un helicóptero y pienso si de verdad hay tanta gente en la calle como para vigilar, o si habrá habido algún evento del que yo no me haya enterado. Sigo hacia abajo, miro el móvil un momento y se ha apagado. Llego a Ópera y miro a izquierda y derecha, me dan ganas de desviarme hacia el Palacio Real y darme una vuelta, siempre me ha fascinado esa zona. Y tengo ganas de escribir, he salido  del cine pensando en muchas cosas y en mucha gente y quiero escribir. Pero no tengo ni libreta, ni móvil con batería, ni un triste boli. Así que decido seguir dirección Calle Mayor, y una vez allí, estoy tentada de pasearme por la Plaza Mayor. Pero miro hacia la izquierda y veo Sol inundado de gente, en ese punto en el que no es agobiante todavía sino bonito. Parejas de la mano, parejas que se hacen fotos con el árbol de Sol de fondo, todos muy felices y contentos. Love is in the air. Y mucha policía. Gente que anda por las carreteras y ni un solo coche, me pregunto qué habrá pasado o si esto de las furgonetas en sol empieza a ser costumbre ya. Sigo andando y esquivo una cola larga delante de un cajero que me llama la atención. Definitivamente ya es navidad. 

A estas alturas ya he decidido que vuelvo a casa andando, así que sólo me queda decidir por dónde, y coger el camino largo no me apetece no sólo porque sea más largo sino porque no habrá tanto ambiente. Así que giro a la derecha y subo por calle Carretas, donde ando unos cuantos metros paralela a una chica que va hablando por el móvil de que pasa de quedarse a la batukada, y que va para casa de una amiga. De repente me dan ganas de llamar a alguien, pero esto ya lo pensé antes de salir de casa, y mi móvil está sin batería.

Así que sigo subiendo y me encuentro en la plaza Jacinto Benavente donde para mi sorpresa hay montado un mercado de navidad. Me pierdo dentro y de repente estoy en el Weihnachten Markt de Bremen, huele a garrapiñada en vez de a Bratwurst y me esfuerzo por escuchar alemán en vez de español. Pero es complicado cuando las dependientas que venden bufandas y gorros parecidos a los de Bremen, son morenas y de ojos oscuros. 

La gente compra, se nos ha olvidado la crisis por un rato, y parece que la navidad, lejos de ser la dictadura del optimismo, a veces puede ser la ilusión que muchos estén esperando. Aunque siendo realistas, tal vez no tantos se ilusionen al pensar en las cenas, la familia y los regalos que a lo mejor no pueden afrontar.
La cuestión es que me paro delante de una de las casetas donde venden pendientes, justo como el que yo buscaba en Barcelona, pero más bonito y más barato del que terminé comprándole a una china en la estación de autobuses porque se me metió entre ceja y ceja el ahora o nunca. Hay una pareja italiana decidiendo si comprar una pulsera u otra, hablan entre ellos y los entiendo perfectamente. Le van a preguntar al dependiente y escucho un tímido “disculpa”, a lo que el dependiente responde con un “parlo italiano” y el cliente deja de ser tímido para soltarle un “ah, ok, benissimo”. Sonrío y vuelvo a pensar que tal vez esto no esté tan lejos de ser Bremen si yo quiero, pero… pero.

Salgo del mercadillo y voy dirección calle Atocha. En la entrada cuento siete furgonetas de policías, a puertas abiertas y llenas de policías poniéndose chalecos que salen un poco deprisa de ellas. Ah, ahora todo cuadra, la manifestación. Y me cabreo un poco pensando que con esas prisas sólo van a cargar. 
Por un momento pienso en coger el metro porque no sé qué pasa ni dónde, y sigo escuchando el helicóptero, pero la gente está tan tranquila, así que no veo por qué yo no. Sigo andando hacia abajo y veo más luces azules un poco más al fondo. Pancartas por los suelos del tipo “el único camino es la lucha”, “democracia” y consignas varias, me dan ganas de coger una pero sigo andando. Llego a un paso de peatones y hay un montón de furgonetas amarillas de medio ambiente, barrenderos que barren estresados un montón de cristales de un contenedor de vidrio volcado en mitad de la calle. Casi me barren los pies y veo el auténtico desastre que había en mitad de la acera, pero termino pasando. Las luces azules que veía al fondo se convierten en furgonetas y veo pasar una, dos, tres, cuatro y hasta otras siete de policía más una del samur.
Llego a Antón Martín y los dueños de los bares están en las puertas fumándose un cigarro y observando el panorama. Furgonetas de RTVE delante de esto que hay de TVE en Antón Martín, que no sé bien qué es, y sigo andando hacia abajo. Me cruzo con una pareja cogida de la mano un poco separados y me aparto. No seré yo quien los haga soltarse por una mala maniobra, recordemos que vengo de ver una peli romántica aunque me haya cruzado con catorce furgonetas de policía. Catorce. Que me pregunto cuántas sacarán cuando realmente pase algo grave, porque creo que pueden pasar cosas mucho más graves que una manifestación. Me pregunto qué harán el día que pase algo chungo de verdad.

Me cabreo porque pienso que, aunque no sé  lo que ha pasado, probablemente no sea tan grave como para montar tal dispositivo. El derecho al pataleo existe. Se me mezcla esta sensación de me encanta Madrid con el qué mal nos tratan y me acuerdo de los mensajes que he visto en La Casa del Libro antes de ir al cine. Se ve que le dan post-its a la gente para que escriban sus deseos para 2014, y, parándome a leerlos, muchos ponían que se acabe la crisis, otros que los políticos dejen de reírse de nosotros, otros salud y trabajo para todos. La gente en la calle está contenta, sí, se hacen fotos en cortilandia, pero también se manifiesta, y mucho. Y cuando tienen que pedir cosas, aunque sea en un post-it de la Casa del Libro, piden trabajo y mejores políticos. 

Sigo bajando y veo lo que no sé si es niebla o humo, y escucho a un niño decir “mamá, huele a quemado”. Y reduzco el ritmo pero no me paro. Supongo que igual hasta tengo un poco de instinto periodístico. Más policía, más policía. Que sube y que baja. Y entre tanta luz azul, un camioncito de bomberos que ya ha apagado hace rato un contenedor. Ah, esto cambia las cosas.
Si me cabreo porque no nos dejan manifestarnos, si me cabreo porque me parece excesiva la policía, también me cabreo porque no podemos pedir menos policía ni menos represión mientras haya cuatro gilipollas que quemen contenedores. Perdemos toda la credibilidad por su culpa. Y lo diré siempre. Y odio la frase tenemos lo que nos merecemos, pero a veces me jode pensar que puede ser verdad.
Llego ya a Atocha y hay más policía y más samur, pero todo tranquilo y probablemente con ganas de recoger el chiringuito ya.

Madrid me encanta y siempre me ha encantado. Venía emocionada, contenta, queriendo la navidad y su poder de evadirnos de los problemas, hasta que me crucé con catorce lecheras. Los dos mundos, la felicidad navideña, el intentar evadirse de los problemas y la indignación seguida de represión, o la represión seguida de la indignación, según se mire. Se están pasando e intentamos que se nos olvide con la navidad pero no siempre funciona.
En un rato había visto los dos mundos: la sonrisa del que se hace la foto con el árbol de Sol e intenta no pensar mucho más y los restos del cabreo, de la reivindicación de los que se niegan a hacerse la foto. 

El resto de camino a mi casa volvi a cruzarme con parejas y gente con planes de sábado noche, con amigos que van y vienen, hablando de cosas importantes o de gilipolleces, y con gente sola y con prisa.
Y volví a pensar en la peli. Que igual no es una obra maestra pero era lo que yo necesitaba hoy. Navidad, y, más que policía y contenedores ardiendo, un final feliz, con un Martiño Rivas sonriente.


15/12/2013

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